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—¿Cuál crees que haya sido la palabra secreta en el enigma de Ernesto Sabato?
—No tengo idea. No estoy obsesionada con las palabras, menos con las que no existen.
—Anda. Invéntala. Imagina cuál sería la palabra que hizo de la vida de un hombre un calabozo, a lo mejor tú tienes la clave para que yo descifre esa palabra que me trae dando vueltas en la cabeza.
—Bueno... empieza tú, dime alguna, así se me prenderá el foco para decirte alguna otra palabra que esté cerca, o a lo mejor hasta dé en el blanco diciendo tu famosa palabra.
—He pensado que María pudo haber dicho "desamor". Pero esa palabra es demasiado noble en relación a las catástrofes que desencadenó. Debe haber algunas o alguna más peligrosa.
—"Cielo" tal vez.
—Esa palabra no podría perder a nadie.
—A ti te gusta el nombre "Azul". A lo mejor no se trata de que el hombre de tu historia se haya perdido, sino de que se haya encontrado con una palabra: qué más da si según tú vivió loco el resto de su vida, puede ser que al final él se sentía en un paraíso del tamaño de una palabra dicha por la mujer que amaba, aunque a ti te parezca, por boca del autor de aquel libro, que eso fue locura.
—No sé... pero tiene sentido lo que dices, quizás sea por ahí que tenga que reformular la teoría en razón de esa palabra.
—Entonces sigamos intentando como si esto fuera una lluvia de palabras. Sigue diciéndome tú cuáles serían las palabras más tristes que te sabes y que imaginas podrían descomponer un mundo, a lo mejor ya tienes tu respuesta y, como el día que le diste vueltas a las cosas para que nos besáramos, ahora sólo tratas de seguir así, jugándole al tonto.
(Pienso, mientras me llevo la mano a la barbilla para rascármela con fruición)
—... "Decepción" es una palabra que me asusta. Es como si fuera una lanza de dos picos, yendo en dos direcciones, lo que quien la dice está sintiendo (en base a algo que se ha roto), así como todo aquello que destruye en aquella o aquel donde recarga esta palabra. Presiento pues que esa es la palabra correcta, aunque no podría asegurarlo en su totalidad.
—Entonces déjalo así, y que el tiempo madure tu respuesta, o tu palabra, y mientras puedes invitarme más café.
—Puedo invitarte algo más fuerte. Si quieres, desde luego.
—Hoy no. Mañana trabajo, aunque no tengo que decirte u ordenarte lo que tú quieras o debas hacer.
—Yo sólo quiero café. Y beber de tu mirada. Sentirte cerca...
Al paso de la conversación a otro respecto, de los besos, y de lo demás, también fuimos consumiendo tazas y tazas de café ávidamente que nos hicieron temblar y sentir la realidad atascándose en la física de las cosas que van en reversa, y la palabra aún así, nulamente invocada, por suerte no apareció, quedó entumecida en un cajón del pasado, igual que mi quijada por sentir a Eurídice tan cerca que de pronto ya no la siento, sólo la sé ahí en mi aliento, conectados sin una promesa de por medio, con sus ojos convertidos en dos chispazos redondos burbujeando y girando en las espirales de adn en que se han convertido las ideas de mi cabeza que ahora maromean frente a mí; y qué mejor que sea así, que sea ella la obsesión que me carcome y que por momentos me quiere hacer desistir de este empeño en su nombre, sólo para obligarme y reconvencerme de modo agradable que debo continuar en la búsqueda de esa constante por ella misma, por sus labios, por su forma de ser, y no en la dirección equivocada, en la absurda pesquisa por la palabra maldita de Sabato.
Continuará...
—No tengo idea. No estoy obsesionada con las palabras, menos con las que no existen.
—Anda. Invéntala. Imagina cuál sería la palabra que hizo de la vida de un hombre un calabozo, a lo mejor tú tienes la clave para que yo descifre esa palabra que me trae dando vueltas en la cabeza.
—Bueno... empieza tú, dime alguna, así se me prenderá el foco para decirte alguna otra palabra que esté cerca, o a lo mejor hasta dé en el blanco diciendo tu famosa palabra.
—He pensado que María pudo haber dicho "desamor". Pero esa palabra es demasiado noble en relación a las catástrofes que desencadenó. Debe haber algunas o alguna más peligrosa.
—"Cielo" tal vez.
—Esa palabra no podría perder a nadie.
—A ti te gusta el nombre "Azul". A lo mejor no se trata de que el hombre de tu historia se haya perdido, sino de que se haya encontrado con una palabra: qué más da si según tú vivió loco el resto de su vida, puede ser que al final él se sentía en un paraíso del tamaño de una palabra dicha por la mujer que amaba, aunque a ti te parezca, por boca del autor de aquel libro, que eso fue locura.
—No sé... pero tiene sentido lo que dices, quizás sea por ahí que tenga que reformular la teoría en razón de esa palabra.
—Entonces sigamos intentando como si esto fuera una lluvia de palabras. Sigue diciéndome tú cuáles serían las palabras más tristes que te sabes y que imaginas podrían descomponer un mundo, a lo mejor ya tienes tu respuesta y, como el día que le diste vueltas a las cosas para que nos besáramos, ahora sólo tratas de seguir así, jugándole al tonto.
(Pienso, mientras me llevo la mano a la barbilla para rascármela con fruición)
—... "Decepción" es una palabra que me asusta. Es como si fuera una lanza de dos picos, yendo en dos direcciones, lo que quien la dice está sintiendo (en base a algo que se ha roto), así como todo aquello que destruye en aquella o aquel donde recarga esta palabra. Presiento pues que esa es la palabra correcta, aunque no podría asegurarlo en su totalidad.
—Entonces déjalo así, y que el tiempo madure tu respuesta, o tu palabra, y mientras puedes invitarme más café.
—Puedo invitarte algo más fuerte. Si quieres, desde luego.
—Hoy no. Mañana trabajo, aunque no tengo que decirte u ordenarte lo que tú quieras o debas hacer.
—Yo sólo quiero café. Y beber de tu mirada. Sentirte cerca...
Al paso de la conversación a otro respecto, de los besos, y de lo demás, también fuimos consumiendo tazas y tazas de café ávidamente que nos hicieron temblar y sentir la realidad atascándose en la física de las cosas que van en reversa, y la palabra aún así, nulamente invocada, por suerte no apareció, quedó entumecida en un cajón del pasado, igual que mi quijada por sentir a Eurídice tan cerca que de pronto ya no la siento, sólo la sé ahí en mi aliento, conectados sin una promesa de por medio, con sus ojos convertidos en dos chispazos redondos burbujeando y girando en las espirales de adn en que se han convertido las ideas de mi cabeza que ahora maromean frente a mí; y qué mejor que sea así, que sea ella la obsesión que me carcome y que por momentos me quiere hacer desistir de este empeño en su nombre, sólo para obligarme y reconvencerme de modo agradable que debo continuar en la búsqueda de esa constante por ella misma, por sus labios, por su forma de ser, y no en la dirección equivocada, en la absurda pesquisa por la palabra maldita de Sabato.
Continuará...