Era la segunda vez que nos veíamos, pero tuvo la confianza suficiente para hablarme de algo simple que yo diría no embonaba con las pláticas habituales que se dan en una segunda cita, como las que fuerzan a un primer compromiso, según la regla aquella de la costumbre cuando uno busca encontrar y hacer química con alguien (pláticas sobre gustos y aficiones, por citar un ejemplo) y que, por alguna razón y en contraste, nos haría al menos sentirnos un poco más cerca: la anécdota de unos patos.
Nos vimos como dije, un saludo normal, y a los pocos minutos la inoportuna presión de tener que mostrar que ambos, a su propio tiempo, no nos sentíamos presionados y que éramos personas seguras y capaces de sí mismas por hacer el intento de congeniar con el otro. Afortunadamente no arribamos al silencio incómodo de esas ocasiones que pudiera ponernos nerviosos (aunque tampoco tuvimos que aparentar algo que no éramos, para volver las cosas artificialmente interesantes). De pronto un par de patos de ese laguito adjunto al puente en que hicimos un alto para platicar, comenzaron a seguir con furor a una pata, ya desplumada de la parte superior de la cabeza.
Recuerdo que comenzamos preguntándonos si así sería el celo de la pata, incitando a los patos con sus andares sumisos y temerosos a que la persiguieran, la acorralaran y la desplumaran mientras la pisaban, y aunque todo eso pudo haber sonado sugerente y apropiado para entrar en graciosa confianza, lo cierto es que en los ojos de ella había seriedad ante esa pregunta, sobre el comportamiento pasivo o activo (aunque subliminal) de la pata. Era como si estuviéramos determinando el voltaje adecuado a suministrar a una computadora que estuviésemos enchufando en ese momento, para que no nos explotara en la cara.
El maltrato a esa pata dio pie y nos llevó por breves momentos a hacer paréntesis sobre nuestras propias existencias, como si ese tren, el verdadero, sobre el que iban montadas nuestras vidas, corriera sobre los rieles de una vida y andares de aquellos patos, y tuviésemos que apearnos y acotar la explicación a las actitudes en ellos habidas, para definir lo que en el pasado (porque hablamos de hechos pasados) habíamos vivido (sufrido, pues tiene mayor drama hablar de lo sufrido que de lo gozado, al menos a esas alturas de una relación que estábamos solidificando), lo que quizás se escondía en ese momento entre nosotros dos, para tratar de discernir lo que sentíamos o estábamos sintiendo el uno por el otro, al menos en secreto.
Me hablaba de su vida, pero no dejaba de mirar cómo los patos seguían picoteando la cabeza de la pata mientras la pisaban, y algo en ella pareció no aceptar lo que sea que la vida hubiese destinado para aquella pata, en instinto o inteligencia, y para todos los animales, en particular los patos... quizás temía que en ese momento ella estuviese también esgrimiendo el actuar propio de una mujer en celo (o necesidad, si acaso no es lo mismo) sin darse cuenta, con la finalidad de cumplir algún rol o propósito destinado a ella misma, todo con tal de hacer química, o explotar, y se estuviera dando cuenta que no había nada especial en ello, pues todas la mujeres serían iguales y se comportarían del mismo modo, y como si eso, aunque no fuera malo, no se pudiera cambiar, y el no poder cambiarlo fuera en esencia lo malo del asunto, el no poder decidir, el no poder evitar ser así.
Me contó que una vez ya había adoptado un par de patitos, cuando niña. Los cuidó con cariño y recordaba cómo sus tiernas aunque características voces se fueron haciendo más roncas cada vez, y hasta cómo el amarillo sol de sus plumas fue desgastándose hasta volverse color de la clara cocida de un huevo. Pero recordaba también cómo el pato había sometido a la pata, cómo a menudo la desplumaba de la cabeza, y la intriga de que quizás el celo de la pata no era tan evidente y que ni se podía oler como el de (por ejemplo) una perrita. Eso era de estudiarse, quizás algo de qué preocuparse.
Ya no supe si era yo el que la analizaba, o era ella quien, detrás de sus lentes, la que estudiaba y trataba de interpretar mis reacciones, pendiente de lo que yo pudiera decir (quizás los patos eran tema secundario, y lo primordial era conocer mi opinión, ante la actitud provechosa de aquel par de patos en pos de una pata).
Las personas no somos ajenas a las desgracias, a la felicidad, y era como si ella entendiera eso y quisiera intercambiar tristeza por felicidad y viceversa, no por el afán de solucionar algo o poner cada cosa en su lugar, y ya ni siquiera por un deseo de querer experimentar azul en blanco y blanco en azul, sino por el simple hecho de saber que siempre sí podía elegir si un helado de vainilla podía saber a chocolate si así lo quisiera, o si los símbolos y emblemas de elefantes y colibríes podrían darle algo de suerte, si así lo mentalizaba. Sé que eso ahora no tiene mucho sentido en esta anécdota de patos, pero es que trajo a colación tantas cosas que no tenían que ver con patos, sino con pequeños trozos de su vida, que de pronto todo para mí tuvo sentido, aunque ahora no sepa cómo explicarlo ni asociarlo a los patos como ella lo hizo, sólo sabiendo que seguir viendo, ella y yo, cómo los patos volvían a sus habituales roles de patos, nos daba una especie de comunión.
Todo lo que ella me contaba era tan mágico, tan extraño e inesperado: las cosas que uno se encuentra por el mundo, y por las que se enamora, en ese sentido estricto y bifrontal de que eso suene a una de esas trovas que tanto detesto, por estar plagadas hasta lo imposible de detalles insensatos y cosas que no riman, pero que más o menos explican la tontería que se retuerce en el estómago.
Y es que era como si ella quisiera creer en la suerte para que, al menos a través de ella, un destino ya manifestado (o a manifestarse en el futuro) pudiera ser simplemente una cosa diferente, una historia de patos contada de modo inverso, desde su óptica, en sus términos, con un final adecuado.
Seguimos degustando un helado que recién ella me había comprado, mientras hablamos de patos y de su vida. No me miró a los ojos, pero no fue por miedo, era porque miraba el suelo y porque miraba a los patos, por turnos, era como hacer una reflexión y explicarse la vida a partir del marco referencial de sólo ver una simple actitud o un comportamiento en alguno de aquellos patos, principalmente el comportamiento que iba vinculado a lo sexual, por ser como el eje de partida hacia los otros modos teatrales en que los patos se desenvolvían, o al menos así me lo siguió haciendo saber, mientras veía el piso.
Dentro de ese tiempo que platicamos sobre patos, y el cómo había recibido un par de ellos como obsequio cuando niña, pensé desde un inicio que el final de su historia sería trágico, porque terminaría contándome cómo murieron. Pero me equivoqué.
Me dijo que cuando ya eran adultos, fue a preguntar cómo y en dónde regalarlos. Le dijeron que podía donarlos a algún parque, pero que había que hacer llamadas y contactar gente, llenar papeles y quizás pagar una cuota por concepto de "qué se yo" (los actos y las personas generosos hacen buena mancuerna con la disposición de ofrendar dinero), pero al final, me dijo que sólo los llevo a las verdes aunque acogedoras aguas del parque Tezozomoc, y ahí, fingiendo alimentar unos patos (su propio par de patos) con algo de migajón de bolillo, los dejó en libertad.
Dijo que nunca les hizo alguna visita (y ni se sabría además si podría distinguirlos, pues casi todos los patos de ahí son iguales), y creo sinceramente que no lo hizo porque es una persona fría, antes que por creer que podía sentir apego o cariño a ese par de patos si los volviera a ver, a reconocer. Y sin embargo, los adoptó, los cuidó, les dio un hogar para ser como quisieran ser, aunque a ella no le gustara cómo era el pato en relación a la pata. Eso es destino, o qué más da lo que sea en teoría, porque en la práctica fue anecdótico.
Todo eso lo entendí, en términos simples. Y amo lo simple. Y quizás por eso esta anécdota deba terminarse como en un libro de John Steinbeck, con una cosa bella, pero no explicada, perdiéndose de vista y derivando en un susurro que se parece a una canción.
Nos vimos como dije, un saludo normal, y a los pocos minutos la inoportuna presión de tener que mostrar que ambos, a su propio tiempo, no nos sentíamos presionados y que éramos personas seguras y capaces de sí mismas por hacer el intento de congeniar con el otro. Afortunadamente no arribamos al silencio incómodo de esas ocasiones que pudiera ponernos nerviosos (aunque tampoco tuvimos que aparentar algo que no éramos, para volver las cosas artificialmente interesantes). De pronto un par de patos de ese laguito adjunto al puente en que hicimos un alto para platicar, comenzaron a seguir con furor a una pata, ya desplumada de la parte superior de la cabeza.
Recuerdo que comenzamos preguntándonos si así sería el celo de la pata, incitando a los patos con sus andares sumisos y temerosos a que la persiguieran, la acorralaran y la desplumaran mientras la pisaban, y aunque todo eso pudo haber sonado sugerente y apropiado para entrar en graciosa confianza, lo cierto es que en los ojos de ella había seriedad ante esa pregunta, sobre el comportamiento pasivo o activo (aunque subliminal) de la pata. Era como si estuviéramos determinando el voltaje adecuado a suministrar a una computadora que estuviésemos enchufando en ese momento, para que no nos explotara en la cara.
El maltrato a esa pata dio pie y nos llevó por breves momentos a hacer paréntesis sobre nuestras propias existencias, como si ese tren, el verdadero, sobre el que iban montadas nuestras vidas, corriera sobre los rieles de una vida y andares de aquellos patos, y tuviésemos que apearnos y acotar la explicación a las actitudes en ellos habidas, para definir lo que en el pasado (porque hablamos de hechos pasados) habíamos vivido (sufrido, pues tiene mayor drama hablar de lo sufrido que de lo gozado, al menos a esas alturas de una relación que estábamos solidificando), lo que quizás se escondía en ese momento entre nosotros dos, para tratar de discernir lo que sentíamos o estábamos sintiendo el uno por el otro, al menos en secreto.
Me hablaba de su vida, pero no dejaba de mirar cómo los patos seguían picoteando la cabeza de la pata mientras la pisaban, y algo en ella pareció no aceptar lo que sea que la vida hubiese destinado para aquella pata, en instinto o inteligencia, y para todos los animales, en particular los patos... quizás temía que en ese momento ella estuviese también esgrimiendo el actuar propio de una mujer en celo (o necesidad, si acaso no es lo mismo) sin darse cuenta, con la finalidad de cumplir algún rol o propósito destinado a ella misma, todo con tal de hacer química, o explotar, y se estuviera dando cuenta que no había nada especial en ello, pues todas la mujeres serían iguales y se comportarían del mismo modo, y como si eso, aunque no fuera malo, no se pudiera cambiar, y el no poder cambiarlo fuera en esencia lo malo del asunto, el no poder decidir, el no poder evitar ser así.
Me contó que una vez ya había adoptado un par de patitos, cuando niña. Los cuidó con cariño y recordaba cómo sus tiernas aunque características voces se fueron haciendo más roncas cada vez, y hasta cómo el amarillo sol de sus plumas fue desgastándose hasta volverse color de la clara cocida de un huevo. Pero recordaba también cómo el pato había sometido a la pata, cómo a menudo la desplumaba de la cabeza, y la intriga de que quizás el celo de la pata no era tan evidente y que ni se podía oler como el de (por ejemplo) una perrita. Eso era de estudiarse, quizás algo de qué preocuparse.
Ya no supe si era yo el que la analizaba, o era ella quien, detrás de sus lentes, la que estudiaba y trataba de interpretar mis reacciones, pendiente de lo que yo pudiera decir (quizás los patos eran tema secundario, y lo primordial era conocer mi opinión, ante la actitud provechosa de aquel par de patos en pos de una pata).
Las personas no somos ajenas a las desgracias, a la felicidad, y era como si ella entendiera eso y quisiera intercambiar tristeza por felicidad y viceversa, no por el afán de solucionar algo o poner cada cosa en su lugar, y ya ni siquiera por un deseo de querer experimentar azul en blanco y blanco en azul, sino por el simple hecho de saber que siempre sí podía elegir si un helado de vainilla podía saber a chocolate si así lo quisiera, o si los símbolos y emblemas de elefantes y colibríes podrían darle algo de suerte, si así lo mentalizaba. Sé que eso ahora no tiene mucho sentido en esta anécdota de patos, pero es que trajo a colación tantas cosas que no tenían que ver con patos, sino con pequeños trozos de su vida, que de pronto todo para mí tuvo sentido, aunque ahora no sepa cómo explicarlo ni asociarlo a los patos como ella lo hizo, sólo sabiendo que seguir viendo, ella y yo, cómo los patos volvían a sus habituales roles de patos, nos daba una especie de comunión.
Todo lo que ella me contaba era tan mágico, tan extraño e inesperado: las cosas que uno se encuentra por el mundo, y por las que se enamora, en ese sentido estricto y bifrontal de que eso suene a una de esas trovas que tanto detesto, por estar plagadas hasta lo imposible de detalles insensatos y cosas que no riman, pero que más o menos explican la tontería que se retuerce en el estómago.
Y es que era como si ella quisiera creer en la suerte para que, al menos a través de ella, un destino ya manifestado (o a manifestarse en el futuro) pudiera ser simplemente una cosa diferente, una historia de patos contada de modo inverso, desde su óptica, en sus términos, con un final adecuado.
Seguimos degustando un helado que recién ella me había comprado, mientras hablamos de patos y de su vida. No me miró a los ojos, pero no fue por miedo, era porque miraba el suelo y porque miraba a los patos, por turnos, era como hacer una reflexión y explicarse la vida a partir del marco referencial de sólo ver una simple actitud o un comportamiento en alguno de aquellos patos, principalmente el comportamiento que iba vinculado a lo sexual, por ser como el eje de partida hacia los otros modos teatrales en que los patos se desenvolvían, o al menos así me lo siguió haciendo saber, mientras veía el piso.
Dentro de ese tiempo que platicamos sobre patos, y el cómo había recibido un par de ellos como obsequio cuando niña, pensé desde un inicio que el final de su historia sería trágico, porque terminaría contándome cómo murieron. Pero me equivoqué.
Me dijo que cuando ya eran adultos, fue a preguntar cómo y en dónde regalarlos. Le dijeron que podía donarlos a algún parque, pero que había que hacer llamadas y contactar gente, llenar papeles y quizás pagar una cuota por concepto de "qué se yo" (los actos y las personas generosos hacen buena mancuerna con la disposición de ofrendar dinero), pero al final, me dijo que sólo los llevo a las verdes aunque acogedoras aguas del parque Tezozomoc, y ahí, fingiendo alimentar unos patos (su propio par de patos) con algo de migajón de bolillo, los dejó en libertad.
Dijo que nunca les hizo alguna visita (y ni se sabría además si podría distinguirlos, pues casi todos los patos de ahí son iguales), y creo sinceramente que no lo hizo porque es una persona fría, antes que por creer que podía sentir apego o cariño a ese par de patos si los volviera a ver, a reconocer. Y sin embargo, los adoptó, los cuidó, les dio un hogar para ser como quisieran ser, aunque a ella no le gustara cómo era el pato en relación a la pata. Eso es destino, o qué más da lo que sea en teoría, porque en la práctica fue anecdótico.
Todo eso lo entendí, en términos simples. Y amo lo simple. Y quizás por eso esta anécdota deba terminarse como en un libro de John Steinbeck, con una cosa bella, pero no explicada, perdiéndose de vista y derivando en un susurro que se parece a una canción.